jueves, 29 de enero de 2009

Las Aventuras de Gustavo Ramirez

Capitulo 1

La escuela era sencillamente insoportable para él. Las largas lecciones de matemáticas con el doctor González, las aburridas clases de gramática con la licenciada Sarmiento y las de historia con el licenciado Santos le quitaban las ganas de estudiar. Pero eran una tortura aguantable, con tal de poder tener las clases de geografía del profesor Jiménez. Poder conocer tanto sobre lugares y personas tan lejos de su país, y así acercarse un poco a su hermano. Eso era lo mejor de su día. Aunque las horas de deportes, y los partidos de futbol con Juan, Pedro, Andrés, Alfonso y los demás también lo divertían. No, esos mapas y libros con fotos o dibujos de nativos (así se llama a una persona que pertenece a una región) de lugares tan lejanos como Mongolia o Mauritania. Eso era aprender, estos conocimientos eran los que le servirían algún día.
Ya era difícil levantarse temprano, peor sabiendo que clases tendría esa mañana. Y después de acompañar a los más pequeños a su escuela, siempre caminaba lo más lento posible a la suya. Especialmente los lunes, como los odiaba. Como todos los lunes las clases del colegio empezaron con una aburrida clase del doctor González, era terrible tener que escuchar esto a las 7 de la mañana. Lo peor de todo fue que se le olvidó hacer la tarea, y por demorarse tanto en llegar, no alcanzo a pedir la ayuda de María Fernanda. Mafer era la chica más aplicada del curso, y la única chica que compartía su gusto por la geografía. El doctor se molesto muchísimo y lo mando castigado afuera de clase. Bueno, no todo era malo esta mañana. O así lo creía Gustavo mientras caminaba por los pasillos de su colegio, un edificio muy antiguo de 3 pisos. Si alguien lo viera por fuera, vería sus grandes muros de cemento pintados de un color azul ya desgastado, este muro no dejaba ver a nadie dentro del patio. Había algunos dibujos hecho por muchachos traviesos, dándole una apariencia cómica. Si se entraba por la gran puerta de metal roja, uno pasaría por la cancha de césped marchito y desde allí se podía apreciar completamente a la vieja escuela. Este edificio de cemento y bloques rojos, se veía triste en las mañanas frías. Así recibía a los estudiantes que llegaban con una falta de ganas notable. Mientras Gustavo viraba en el pasillo frente a las aulas de ingles en su camino a la oficina de la inspectora, esas aulas con puertas blancas y un vidrio por el que se podía ver a los profesores. Al llegar a la oficina de la Señorita Blanca, toda llena de papeles muy desordenados, le dijeron que debía ir a la oficina del director.
“Pero solo olvide mi deber, ¿por qué tengo que ir donde el director?”
“No hagas preguntas niño, solo obedece”, respondió tajante la inspectora.
“Pero es injusto.”
“Solo ve con él, tiene que decirte algo”, mostrando algo de preocupación y un poco de pena en su voz.
“¿Pero…?”
“Por favor, anda a su oficina. No preguntes más”, lo corto y sus ojos le dijeron que callara.
En contra de su voluntad y demostrando con resoplidos su actitud, salió de esa oficina. Con mal humor caminó por los pasillos, pensando que pasaría. Esta vez el camino lo llevo frente al aula del profesor Jiménez, que esperaba al inicio de su próxima clase. Al verlo, le pregunto:
“Ramírez, ¿qué haces dando vueltas por el pasillo, no tienes clases?”, le preguntó algo serio.
“Disculpe profe, es que me sacaron de la clase de matemáticas”, respondió con algo de franqueza
“Pero la oficina de la inspectora esta por allá, ¿A dónde vas tú?”
“La inspectora me envió donde el director, no se por qué”, era obvia la preocupación en su voz por la razón de esta visita al director.
“Apura entonces, no hagas esperar al doctor Macedo, que por algo ha de querer verte”, le dijo Jiménez en un tono tranquilizante.
Esta pequeña conversación le dio un poco de seguridad, él sabía que su profe le tenía un gran aprecio. Era el único que esperaba grandes cosas de este joven, sabía que llegaría lejos. Este encuentro animo su paso. Mientras continuaba por el largo pasillo, paso frente a su casillero. No supo porque, pero se detuvo por un momento. Algo lo llamó y abrió la puerta del casillero. De adentro sacó una cadena, la de su hermano. Tuvo que ponérsela al cuello, algo le decía que lo haga. Nuevamente se detuvo y pensó por un momento en qué había sucedido. A su cabeza vino su hermano, y donde estaría.
La puerta que lo recibió era distinta a las demás. De una madera oscura que no parecía combinar con la pintura blanca de las paredes alrededor. Y en letras blancas, “Director”. Se armó de valor y tomó la perrilla de la puerta para entrar. En esta nueva oficina, a diferencia de la de la inspectora, estaba muy ordenada. También tenía muchos papeles, pero ordenados, y detrás del escritorio del doctor un estante que cubría toda la pared. Filas de libros, nuevos y viejos, algunos con polvo que hizo picar un poco su nariz. Todo normal hasta ese momento, pero al mirar al director, se dio cuenta que había alguien más en la oficina. Se dio la vuelta y lentamente comprendió quien más estaba allí. En las sillas, una de las que lo conocía muy bien pues ahí se sentaba cuando iba a la oficina, en vio a su madre sentada. No sabía que estaba pasando, usualmente a esa hora su mamá estaba recogiendo a los pequeños de la escuela y preparando el almuerzo. En sus ojos, rojos e hinchados, pudo ver una pena inmensa y se dio cuenta de que algo terrible había pasado. De inmediato se sentó a un lado de su madre y le sostuvo la mano.
“Mamá, ¿qué ha pasado, por qué estas aquí?”, preguntó nervioso.
“Ay mi amor, ha pasado algo terrible…”, su voz se quebraba mientras trataba de decirle.
“Mamá por favor, ¿le ha pasado algo a los gemelos, o a la pobre Victorita, dónde están?”, el miedo ya lo envolvía completamente.
“Ay mijito…”
“Mamá, hable por favor.”
El director se paró en ese momento, y tomó el hombro de la mujer desesperada. Y dijo:
“Joven, su madre está muy consternada. Me temo que cae sobre mí decirle la terrible noticia. Su padre ha estado en un accidente.”
“Pero qué….”, alcanzo a balbucear.
“De lo que madre me pudo explicar, aparentemente ha ocurrido un accidente mientras su padre supervisaba la construcción de un almacén para su negocio. Una viga le cayó al momento en que obreros trataban de levantarla. Fue llevado de emergencia al hospital, donde esta en cuidados intensivos.”
No atinó a decir nada. Su papá. Un accidente, y lo habían llevado a la clínica. No sabía que hacer, que decir. Vio los ojos de su madre, hinchados de lágrimas y no pudo evitarlo. Lloro, hundió su rostro entre sus manos y se dejó ir. No había llorado así desde esa noche en que su hermano le dio la cadenita, esa que llevaba colgada de su cuello. No pensó en la increíble coincidencia de haber tomado la cadena, la que nunca usaba en el colegio. No, en su mente solo su padre estaba. Y pensó en su hermano, en donde estaría y en cuanto lo necesitaba en ese momento. Se dijo a sí mismo, Alejandro sabría que hacer. Él consolaría a la mamá, se encargaría de todo y todo saldría bien. Pero él no estaba con ellos. Nada saldría bien, y tuvo miedo de tener que hacerse cargo de todo. Se levanto de pronto y corrió. El director y su madre no tuvieron tiempo de hacer nada. Al tirar tras de sí la puerta de madera, corrió sin dirección. Sus ojos empapados de lagrimas, corrió ciegamente por el pasillo, solo un pensamiento en su cabeza. Debía buscar a Alejo, él sabría que hacer. Si él regresaba a casa el sabría consolarlo, pero esto lo enfureció. Eran los pensamientos de un niño temeroso. El ya no era un niño. Era un hombre, si algo le sucedió a su padre, él debía cuidar de su familia. Paró y alzo sus ojos a las luces de neón que alumbraban el pasillo. Y emprendió su regreso a la oficina del director.

Las Aventuras de Gustavo Ramirez

Introduccion

A Gustavo siempre le fascino el mar. Desde muy pequeño, incluso su primer recuerdo consistía en ver los barcos surcar el rio desde la gran ventana en la oficina de su padre. Sentado en el sofá de cuero negro, se paraba ayudado con el apoyabrazos y miraba, con un grado de atención que desafiaba su corta edad, el paso de las naves surcando las aguas. Rodeado de paredes enchapadas de madera, la humedad de la ciudad era levemente vencida por ventiladores y un sistema acondicionador de aire. Su padre lo observaba con mucha atención, cada momento que su trabajo lo permitía. Pensaba en que podría hallarse la mente de su pequeño, el segundo de sus hijos. Solo pequeños tosidos del muchachito, producto de una alergia causada por la acumulación de polvo sobre los antiguos muebles de madera o la alfombra, distraía su mirada. A veces el niño le preguntaba:

“Papá, ¿me compraras un barco cuando sea grande? Quiero viajar por el mundo y llevar a mi ñaño Alejo.”

“Si mijito, pero solo si te portas bien y terminas con todos tus deberes.”

“Y además no te olvides de darle un beso a la mami antes de ir a dormir.”

“Bueno, papito.”

El otro recuerdo más viejo era sobre su hermano Alejandro, mayor a el con 10 años. Se acordaba de la navidad cuando tenía 4 años, su hermano le regalo su juguete más preciado, ese que nunca le había prestado antes a pesar de que se lo pidiera llorando. Era un soldado, con uniforme de la marina. Ese día Alejandro le dijo que siempre estaría ahí para protegerlo y darle todo lo que él quisiera. La sala de la casa, con un inmenso árbol de luces brillantes de muchos colores, quedo grabada en su memoria. Aunque algunos años después su mamá cambio los muebles cafés con rayas verdes y sacaron la alfombra para poner un piso de madera, él nunca olvidó como se veía esa mañana. Y desde ese día, su hermano siempre lo protegió. Incluso el día en que el grandote Pancho se le llevo su libro del Capitán Alatriste, Alejo se paró frente al malo y lo puso en su lugar. Recuperó su libro y no dejó que nadie se metiera nunca más a molestarlo. Alejo era el único que comprendía su amor por los libros y la lectura. A veces se pasaban horas en la biblioteca de la casa del abuelo leyendo sus viejas novelas de aventuras, de piratas buenos y de caballeros que rescataban a princesas en peligro. Esas tardes cuando leer los transportaba a mundos fantásticos, juntos para divertirse.

Gustavo era un joven como cualquier otro de su edad, tenia 15 años pero le gustaba decir que eran 16. Era el segundo, después de él nacieron los gemelos Alfredo y José, y la pequeña Victoria que ya tenia 6 añitos. A su hermano Alejandro no lo veía desde hace 5 años, pues había escapado de casa para perseguir su sueño de ser escritor. Su papá siempre pensó que Alejo seria el que lo acompañaría en su negocio. Tuvieron una pelea muy grande, y a pesar de las lagrimas de su madre, el decidió dejar la casa. La memoria de esa tormentosa noche, la lluvia no había parado por 3 días, estaba aún con él. Como su ñaño lo despertó, y muy silencioso, puso en sus manos una cadenita. La cadenita que la tía Gina le había dado por sus 15 años, con una cruz dorada, para que lo proteja. Le dijo:
“Sé que prometí que te protegería, por eso ten esto”, en voz muy baja y con lo que parecían lagrimas en los ojos.

“Pero si te necesito, ¿qué voy a hacer?”

“Shhh, silencio. No te preocupes, si la tienes contigo siempre y me necesitas, esto te guiará hasta mí.”

Con un leve abrazo y un beso en la frente, se marcho.